Bogotá a veces llora con rugidos, con calles llenas de huecos, con neblina fatal, a veces el llanto rompe neumáticos, tímpanos, estrella transmilenios, destroza andenes, pero es extraño, tiene la capacidad para en una sola tarde volver a ser la ciudad radiante, ésa de atardeceres eternos; hace unos minutos llegaron cartas del padre David, a cada una de las aves de negro de esa casa les llegó un mensaje. La profundidad de sus letras siempre hace grato leerlo. Eduardo tomó su carta unos segundos, se marchó a su cuarto y como niño en navidad le rompió aquel distintivo dorado. Lo primero que se asomó fue una postal con el rostro del señor caído, el romance místico que carga su mirada es algo que inspira a creyentes y paganos, brujas en el cielo hablan de su melancolía como los ángeles del cielo y de la tierra.
"Querido Eduardo, no tenía ganas de enviar carta más que a ti. Sin embargo, creo que entiendes que no se puede ser descortés con quienes convivimos, de modo que llené de gratificantes frases cada una de ellas.
Necesito aire, necesito pensar, sentir creer. En la parroquia diariamente me paro y le digo a la gente que debe hacer, bendigo casas, bendigo libros, vestidos y velas entre otras tantas. Pero... siento que me falta algo, llevo días preguntándome qué, sentí que me faltaba fe, devoción, iluminación. Le oré a Gabriel, a Rafael... al mismísimo Uriel y ¿qué crees? Ninguno me respondió.
Me duele decírtelo y sonará traidor con el altísimo pero es urgente decirlo. En estos momentos en los que atravieso por dudas me doy cuenta que eres como mi hermano, mi única familia, eres todo lo que tengo...
Quizás pasen meses antes de que te envíe la próxima carta, en caso de que dentro de tres meses, exactamente el 5 de octubre, no tengas noticia mía, harás lo siguiente: irás a mi habitación, en la pared oeste, la menos iluminada contarás cinco rocas de arriba hacia abajo. Verás una inscripción llama a ese teléfono, entenderás que la ciudad de Dios está en todas partes.
No te preocupes por mí, la gracia del divino me guía y a ti también."
Con ese típico sentiminto de sosobra comió el pan que le trajo el monaguillo. Sabía a nada, sólo sabía a pan. Quiso ir donde la única mujer que lo entendía, Margarita, una señora de sesenta y siete años experta en el arte de preparar té. Se puso un saco morado y con purpúreos pensamientos se dispuso a viajar como bola del desierto. Ese edificio grande, circundado por hierba anunciaba su destino. Se anunció en la portería y subió unos 8 pisos, estaba unos cuantos metros más cerca del cielo. Una mujer con una mirada dulce y penetrante abrió la puerta, ojos que algún día encantaron hombres ahora amadrinaban uno.
-Llegas tarde- dijo la anciana
-nunca es tarde para hablar claro-repuso el ministro del señor
-a veces, muy de vez en cuando uno se da cuenta que es tarde para cumplir sus sueños. Quizás no tarde pero tampoco temprano-dijo con una sonrisa intrigante.
El olor a flores invadió el lugar, se revelaron cosas nunca dichas en tabernas, el hechizo de esa bebida milenario calentó los ánimos y las palabras fueron verdad: "entre cielo y tierra no hay nada oculto". Al contrario de lo que pensaba ella escuchaba con atención y entendía sus sentimientos. Una guerra, una hija lesbiana y un esposo corrupto le dieron la suficiente flexibilidad para comprender que la vida a veces es mejor sin fórmulas éticas, más que la número uno: serás fiel a ti mismo.
Viendo su reloj, que curiosamente giraba en sentido opuesto a todos los demás, ya casi era hora. Se acordó de su trato con David, confirmar a los adolescentes de la ciudad. Corrió, se tropezó, cayó, se sonrojó, se levantó, se limpió, encendió el carro, voló y de alguna misteriosa forma volvió el tiempo más corto y llegó.
Mujeres rimbombamtes, cariñosas, un tanto autoritarias y muy sobreprotectoras llevaron a sus tesoros a encontrarse con dios. Todas se abalanzaron sobre Eduardo como si fuera una figura pública, le preguntaban si él era el reemplazo, le decían que dios era muy bueno, que qué vestidos era necesario para confirmarse, etc. A lo cual él respondió: "dejad que los niños vengan a mí". Inocentes sonrieron, corrieron a sus autos, buses, entre otros y se fueron con la seguridad de que el corazón radiante del servidor guiaría a sus niños por la senda del bien.
Entró al salón, algunos estaban porque querían ser ángeles, otros con casi ropa, estaban obligados por la tradición. Aburrido, o más bien acostumbrado les pidió que se presentaran. Uno a uno, con los típicos nervios decía su nombre. En aquél rincón, salido de la nada, como mensajero del olimpo uno de los de la preparación dijo con esa voz llena de eco y amplitud: Gabriel; impunidad, pecado, malicia, todo eso describía lo que Eduardo sentía en ese instante, verguenza. su corazón se aceleraba como hace mucho no lo hacía, sus mejillas se calentaban y un tono rojizo rodeaba su faz. Intentó toda la hora mantener la cordura, pero temblaba cuando escribía algo en el tablero, la voz se le quebraba, se le olvidaban cosas, intentaba ignorarlo pero era imposible, el fuego de este ángel era similar a los soles alquímicos.
Por fin finalizó ese infierno divino, alistó sus cosas, se despidió, la gente salía y Eduardo preparado a su fuga caminó rápido hasta la puerta, cuando de repende, alguien jala su manga y ninguna oración podría salvarlo de este calvario.
-no te acuerdas de mí-dijo Gabriel
-vainilla, chocolate... digo, vainilla.. eh... eh... tú me entiendes- sus nervios lo traicionaron
-veo que me recuerdas bien- tomó su brazo, subió su manga y anotó su teléfono el jóven con nombre de arcángel.
-te necesito esta noche- finalizó con esa frase Gabriel.
Eduardo sudaba, tenía taquicardia, pero todo eso lo disimulaba con un fingido parco rostro. Ya en su habitación mirando al techo, surgió una especie de fuego en su interior, surgió sed, esa sed que sienten las mariposas por le néctar, esa sed que nos hace menos que un humano y más afortunados que un dios. Una sensación dulce y radiante recorrió su abdomen y lo paralizó. Posterior a esto quiso salir del encanto, rezó las letanías en lejanas lenguas muertas, una tras otra sin ecivocarse ni siquiera en una frase. Su rostro sudaba, sudaba y de un momento a otro, empezó a destilar sangre.
Llegada la noche, sin saber cómo había llamado a su arcángel y habían acordado encontrarse en un lugar. Una calle de un color gris casi azul índigo, solitaria y sin salida. Llegò su cita, se acerco lentamente mirándolo a los ojos y le susurró: nos siguen.
1 comentario:
La escritura te está atrapando...
... desde que mantengas claro hasta donde llega la pantalla... mejor.
Precioso... quiero mas... aún no has respondido mi pregunta.
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