jueves, 3 de enero de 2013

De cariños isleños

Sus días eran amargos, tiempos de hielos en el sur le recordaban la mirada azul de la mujer que la crió en aquella isla. Siempre fue difícil estar juntas, la dificultad que imponía el hábitat era grande pero no más que el deseo de compartir la vida. En las mañanas Atenea nadaba hasta la cabaña de la mujer cuyo título había ganado con esfuerzo: madre. Todos los días una sonrisa cálida, del tamaño del sol la esperaba. Jugaban, almorzaban, disfrutaban viendo el atardecer y en una casita bajo el agua dormía.

Los niños de dos pies siempre fueron groseros, aunque algún amor humano fue conocido por la sirena. Tildada de extraña, perseguida por fundamentalistas, científicos y gobernantes inseguros, su madre y ella cambiaron de residencia con rapidez. Nunca hubo una lágrima marítima sin secar, ni un día áspero como las lijas de los carpinteros. Al final de la jornada siempre había algo que ver: ballenas pariendo en el pacífico, delfines surcando ágilmente, mantarayas en el juego de la seducción y otras sirenitas deambulando por la costa.

Un día no tan cálido, un recolector de corales corría a toda velocidad por la costa: "Atenea, Atenea, tu mamita se fue al cielo". A la mitad mujer, mitad pez, se le acabó el mundo. Se introdujo al agua, lloró manglares, lloró océanos, lloró tormentas, lloró mares, lloró de dolor, lloró de pena, lloró el Adriático, lloró el Amazonas, se ahogó en el Nilo, durmió sin paz en el Índico, se dejó arrastrar por el Brahmaputra, se arañó la piel en el Ural, se arrancó los cabellos en el mar de Plata, se le fue el alma en el Missisipi, se drogó en el río Amarillo, se cortó las venas de sangre aguamarina en el Mar Muerto y perdió la conciencia en su amado Pacífico.

Abrió los ojos en una playa isleña. Se desplazaba con facilidad sobre la arena: estaba caminando. Tal sería su impresión que rió nerviosamente, como hace muchos meses no lo hacía. Con la madurez que le dio la turbulencia del alma, decidió construir una cabaña: la llenó de mariposas, de cantos de cigarra y amaneceres sin pena.

Una mañana, en la orilla de la playa, una niña con los ojos de la madre de la ahora exsirena, le susurró: no tengo dónde vivir. De inmediato, Atenea supo qué debía hacer: construyó una cabaña bajo el mar, preparó comida con cariño, le acarició el cabello, escuchó sus penas de amor, hizo un muelle para ver el atardecer, durmieron juntas en la tierra y en el mar... Hasta que un día con una sonrisa, comprendió que todo tiene sentido: nunca estamos lejos.

2 comentarios:

Elena P.G. dijo...

Este es el mejor regalo que me ha traído el nuevo día, Vicky. ¡Gracias por tan precioso cuento!!!

Vía Morouzos dijo...

Siempre utilizas la palabra perfecta, Vicky. Me ha gustado muchísimo :-)