domingo, 29 de mayo de 2016

El Carnicero

Wilson Guayambuco sintió curiosidad infantil cuando vio su pecho cicatrizar después de la cirugía. El dolor era intenso, las enfermeras no lo dejaban dormir y las pastillas le sabían amargo. Previa a la intervención, recibió una exposición sobre el procedimiento: Le pondrían el corazón de un desconocido. Para asombro de los médicos, él conocía los ventrículos y las aurículas, las venas y las arterias. No le aterró la sangre, evolucionó de manera sorprendente y llevaba en sus ojos un pragmatismo inusual en los pacientes: Era carnicero.

Su recuperación fue un éxito. Caminó en cuestión de semanas y volvió a trotar en un mes. Sus mejillas volvieron a su usual rosado y pronto le quitaron la incapacidad. La mañana del lunes de mayo, abrió con alegría la puerta del local con el que sacó adelante a sus dos hijas: Úrsula y Deyanira. Atravesó el camino a las vitrinas, alistó el cuchillo y se puso el delantal. Don Pepito, reconocido ingeniero y mal humorado vecino, le pidió un par de costillitas. Wilson sonrió, sacó las costillas y cuando se disponía a cortarlas, de golpe sintió náuseas y sus ojos se cerraron.

Entrecerraba sus párpados y lograba distinguir a sus amigos de plaza: La peluquera con silicona en los labios, la panadera con silicona en los senos y el policía con silicona en los glúteos. Don Pepito, dejó su genio refunfuñón y se mostró preocupado por su amigo el carnicero. Dos enfermeros, con hierro en el alma, lo alzaron y lo llevaron al hospital. Nada qué temer, le dijo el doctor, sólo fue una fuerte impresión, revise qué lo está perturbando.

Mientras reposaba en su cama, con sábanas de tigres, decidió encender la televisión. No toleró cinco minutos de su novela favorita, una serie para gente bruta, con chistes cliché y prejuicios vulgares. Pasó los canales y se detuvo en uno sobre cuidado de perritos. Tardó veinte minutos aprendiendo sobre la psicología de los labradores, la dieta de los chihuahua y el pelaje de los pequineses. Adelantó un par de canales y como hombre hechizado, no pudo dejar de sorprenderse con la vida de las ballenas. Sus ojos de macho, que no lloraban sino por el fútbol, se humedecieron como pantanos al ver cómo los pescadores acechaban una yubarta.

El siguiente lunes abrió su local, no se puso el delantal y no desenfundó el cuchillo. Se disponía a montar un mercado orgánico. Un fracaso completo, de no ser porque creyó en el entusiasmo y la fuerza del amor. Había descubierto en su corazón, otro tipo de fortaleza. Años después, en una cafetería de mala muerte, un médico borracho le confesaría que le habían puesto el corazón de un vegano. 

2 comentarios:

Ulises Tebcheranny dijo...

El cambio de la identidad. La identidad es maleable, un proceso constante, un reinicio. El inicio, con la ciactraización, me recordo a mi mismo. La única diferencia es que mi cicatriz es en la frente.

Vicky dijo...

Ulises,

La obsesión de Borges era los hombres que éramos. A menudo los autores se fascinan con la multiplicidad del ser. Aterra lo cercanos que estamos a otra sombra, a otro reflejo, aterra que tras cada segundo quede la cicatriz del hombre que hemos sido.