sábado, 3 de septiembre de 2016

Federico Sanjuan

Una bestia inmaculada, quizás un minotauro, salía en la pantalla del televisor, desarticulaba la mandíbula y advertía sobre el riesgo de dibujar líneas onduladas. Un grupúsculo de militantes malolientes, solía dibujar olas en sus manifestaciones contra el régimen. No suficiente con aniquilarlos tras rastrearlos en escondrijos en universidades públicas, sospechó que su iconografía los haría mártires o héroes proscritos. 

Entonces censuró la "s" y la reemplazó por la "z". En un intento desmedido por conservar ciertos conceptos, los grafiteros escribían "zueños" con "z". Los policías, preocupados por la moral de los adolescentes, los detuvieron y frente a un juez que mascaba chicle, advirtieron de la mano de un gramático con parches en los codos, que aunque la palabra no poseía ningún indicio que sugiriera una violación a las nuevas normas su naturaleza voluble e incoherente podría salirse durante algunos momentos, de lo estrictamente definido por la RAE.

Federico Sanjuan, habitante del barrio Santafé, un barrio de putas y venidos a menos, poco escuchaba las noticias. Su mediocridad política lo hacía consciente del régimen y sus atropellos pero le impedía tomar cualquier posición. Inclusive consideraba extremista al vendedor de aguacates (a los que ahora tocaba cortar en cuadritos), porque insistía en repetir que un mandatario que se meta en la cama de las personas era un peligro para cualquiera que quisiera un poco de calma e intimidad. Afortunadamente, los brazos cafés y gruesos del gobierno no llegaban a los barrios de la hampa. Menos si había putas o vendedores de aguacates.

Pobre Federico, ser errante, graduado de una de las mejores facultades del país, destacó en su juventud por un gusto desmedido por las carnes, del color que fueran. Y en su sala, con un leve olor a ceniza, cuelgan los cuerpos de las que desnudó o de las que hubiera deseado tocar.

Una tarde de ésas en las que no pasa nada. Por ejemplo un sábado en la tarde, en la que la el aire era tibio y el sol se tornó rojizo. En una calle que normalmente se ve espantosa, pero que un sábado, en la tarde, con la luz perfecta y dos niños conjurados que se ríen y juegan con una pelota de plástico que huele a frutas, es el lugar perfecto para que lleguen unos uniformados. Para que lleguen cuatro, todos asiduos clientes del barrio pero que en función del estado pisan los charcos en los que se reflejan las casas y el cielo azul de agosto.

Es el momento, qué se yo, para que detengan al señor de los aguacates porque un ciudadano impoluto, en ejercicio de su honesta causa, lo ha denunciado por rebelde. Y que, dada la hora, por pereza, quién sabe, porque simplemente no se le antojó, le encuentren un aguacate que no cortó en cuadritos. Y que, si les alcanza el tiempo y el odio, lo fusilen en la calle, frente a sus vecinos, que se creen valientes pero frente al aplastante carácter del Estado, renuncien siquiera a auxiliarlo.

Y tal vez, nadie lo ve pero sucede, que un pintor mira con los ojos aguados la calle iluminada y respira con alivio porque sus muñecas, sus adoradas muñecas desnudas no se las llevará el ejército. Porque si atrapan a un rebelde, no volverían por dos. O eso cree él. Porque en el fondo, para proteger la "S" de las mujeres hay que matar la "S" de los aguacates.

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