Un hombre se mira el espejo, en una habitación de sábanas con dibujos de tigres y cortinas con caracteres que pretenden ser orientales. Se sumerge en la imagen y esta vez, sin reproches, describe en su mente el ceño fruncido, los ojos cansados y las pocas canas que emergen de su cabellera color pardo. Se pregunta por el mundo paralelo que está en frente, si el hombre del reflejo nació del mismo vientre o si debe su existencia a al pasear de su "dueño" en el cristal. Descubre algo insólito, el mundo paralelo no tiene sonido. Todos los objetos son iguales en apariencia y en movimiento pero no emiten ningún ruido. Posa su oreja en el frío objeto y comprueba que el universo simultáneo ha caído en el mutismo ¿hubo alguna vez música? ¿Por qué decidieron callarlo todo? ¿Cómo sustentan la angustia los objetos que se rompen? ¿Morirán los bebés porque su madre no los escucha llorar de hambre? Se pregunta confundido.
Faltan diez minutos para que salga tarde, llegue tarde y su jefe le diga con tono regañón lo mucho que le paga y lo poco que hace. Se desplaza como una cucaracha angustiada, como un insecto que se va a morir de inanición o como un soldado que sabe que será fusilado si no ocupa su insignificante puesto a tiempo. Se choca con los rostros apagados de la ciudad, con esas caricaturas amargadas que deambulan por las calles grises y se pregunta qué es ser feliz en Bogotá. Es cuando una señora lo empuja con sus tetas y le reclama que por favor camine más rápido.
La calle séptima con veintiséis huele a aromática. Los detectives fracasados y los funcionarios del departamento nacional de planeación se agolpan en el puesto callejero que a punta de churros y papas fritas les garantiza sus diarreas semanales. Marcelo los evita porque si hay algo peor que la melancolía de la gente en la ciudad, es la alegría de las personas que usan vestidos baratos y brillantes.
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