Vine a este mundo en un año en el que los jóvenes se habían revelado frente a una constitución católica, racista y retrógrada. Un carácter lleno de esperanza motivó a unir las fuerzas ideológicas de la nación y a construir un documento que abrazara a los oprimidos y a los olvidados. Se habló de ambiente, se habló de paz y tras la firma del acuerdo con el M -19, apenas un año antes, parecían resplandecer nuevos principios para una nación azotada.
Soy de los colombianos que nunca caminamos campos minados, ni bebimos agua envenenada por algún grupo armado, de los que nos desplazábamos por las calles aterrados de la delincuencia común e inconscientes de lo que tras las montañas custodias sucede. Mis problemas eran mi color de cabello, que me subiera de peso, que estuviera solo o no ser popular.
Sin embargo, nunca dejé de ver en el noticiero reportajes sobre personas degolladas, niños mutilados y aviones que lanzaban químicos y bombas. Alimenté a través de relatos el dolor ajeno, la sombra delineada de las cicatrices de las paredes tras un tiroteo. Supe entonces, que la guerra no me había tocado por una cuestión de fortuna.
Bogotá la inmaculada, la ciudad que veía la violencia como algo que había sacado de sus muros medievales, vio cómo en el atentado del Club el Nogal, hombres de todas las clases sociales saltaban horrorizados huyendo del fuego que había causado una bomba oculta en un carro parqueado en las fauces de la lujosa construcción.
En un intento nauseabundo por acallar las fuerzas de la infamia, por calmar a la bestia que surgió de las inconformidades sociales, el entonces presidente Andrés Pastrana comenzó un acuerdo de paz en el que cedió parte del territorio colombiano a los grupos de guerra de izquierda.
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