Con un país al borde la guerra y un gobierno de derecha hipócrita, estoy pensando en marcharme. Quizás cruzar el océano. Con el devaluado peso, temo por mi estabilidad económica, a no encontrar un empleo o a sufrir más de lo que es justo. Es bien sabido que la fama los colombianos nos acompaña como un fantasma escandaloso a todas las embajadas y aeropuertos. Además, con la estupidez como moda contemporánea y gobiernos fascistas enarbolándose en Estados Unidos y Europa, me pregunto si es inteligente o estúpido, hacer un viaje homérico.
Sin embargo, también me pregunto qué tengo acá. Un trabajo en el que el jefe es un corrupto lleno de ira porque no me presto para sus juegos, una cultura que por más que quisiera no avanza de su atraso belicoso, una homofobia internalizada inclusive en miembros de la comunidad LGBTI, una economía que no repunta, unas condiciones laborales sin vacaciones, sin prima pero con un montón de obligaciones. Quiero pensar que me voy a vivir una vida mejor.
Saltar hacia otro mundo implica abandonar las redes apoyo, las certezas, la posición privilegiada que tenemos en una determinada sociedad. Implica forzarnos a adaptarnos, a ser mejores y a establecer nuevos lazos. Me pregunto si soy tan fuerte, si soy capaz.
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