lunes, 5 de julio de 2010

Angelus III

Casi sin hacer ruido se alistaba para traspasar la niebla húmeda que circunda las carreteras. Todos los implementos necesarios y su mente seguía en otro lugar, no sabía bien dónde, quizás eso no era lo más importante. Cuando uno llega a las afueras de la ciudad, es como si viajara a otra dimensión, el sol golpea las nubes refulgentemente, el pasto se llena de colores intensos, se ven pinos y olores fuertes de bosque comienzan a recorrer los sentidos sonámbulos del recién levantado. En medio de ese éxtasis matutino debía encontrar el kilómetro 17 pero sin sospecharlo, el carro comenzó a sufrir un ataque de asma, tosía sin parar casi gritando al asfalto su grave enfermedad. Frenó poquito a poquito hasta encontrar el lugar más rebuscado y quedarse hasta que mejorara su resfriado.

En este instante el guerrero de dios se levanta, busca las herramientas y concluye: me varé. En cierto momento decide caminar hacia el lugar más cercano, parece ser poblado, o algunas construcciones ha de tener. Abre las rejas con estilos curvos y bastante decorados de lo que parece ser una hacienda. A medida que camina la niebla se despeja tímidamente, por fin llega a un enorme templo griego, con un ángel gigante, de mármol quizás. Posee una lanza, unas alas enormes y una mirada llena de fuerza y dulzura. Las nubes terrestres despejan el lugar, ve flores, otros templos y se da cuenta que se encuentra en un cementerio, la morada de los muertos. El olor de la hierba seda su conciencia, cualquiera pensaría que el nervioso Eduardo habría de huír, de desvanecerse y volver a su cotidianidad, a su carro, pero no, hoy no.

Camina sobre aquel piso empedrado, cual virrey colonial mirando sus propiedades. Las lápidas observan con nombres propios y extranjeros, con fechas, con historias, con dedicatorias, unas solas, otras acompañadas... algunas enormes, un grupo familiar con orquídeas amarillas... unas solas, otras acompañadas. A lo lejos ve el roble amarillo, los pájaros cantan y cree recordar este lugar, se ve a sí mismo con pantalones cortos y unos 23 años menos... a medida que se acerca, a medida que se acerca el corazón vibra, la mente palpita y los pies piensan, a medida que se acerca recoge un pedazo de sí mismo que dejó en algún lugar del tiempo y el espacio. Por fin está frente a frente con aquella lápida de flores viejas y desarticuladas, el nombre es más visible... es la tumba de su madre. Un minuto, una hora, un segundo, un siglo, una milésima, un yo no sé qué, pero completamente lleno de silencio, simplemente invadido de silencio, las manillas de su reloj guardaban el mismo suspenso cementerial. La madrugada era la misma, el pasto seguía lleno de rocío pero ese segundo, ese pequeño espacio en su biografía le devolvía el sentido a su forma de caminar, a su forma de peinarse, inclusive a su forma de amar. Una pequeña lagrima se desliza sobre su mejilla derecha, mientras otra, obra de la neblina condensada en su mejilla izquierda resbala. Habiendo dado su pómulos no 7, ni 70 veces, tan sólo humedeciéndolos en dos ocasiones había dado algo superior al perdón.

Un ruido de crujir de hojas rompe por completo la atmósfera, el encargado de ese lugar está de lápida en lápida, regando las flores; es hora de marcharse, se acerca a aquella puerta raquítica, mira unos segundos hacia atrás y continúa. Dispuesto a volver a su realidad se sube a su carro, junta sus manos y dice: qué diferente sería si yo no hubiera tenido miedo a amar a tiempo. Enciende el motor, por obra y gracia del espíritu santo la pulmonía de su auto ha desaparecido por completo. Un barrote blanco le indica que faltan tan sólo tres kilómetros para su destino, giró por la caseta de postres y he ahí la casa del enfermo.

Frunce el ceño mientras saca parte por parte su disfraz. Está preparado, timbra y le abre con una enorme sonrisa y mejillas rojas la encargada de la limpieza de la casa.

-Sumercé, aquí lo estuvieron esperando hace rato, pero ya todos se fueron. Pero si usted quiere puede pasar el enfermo está en el segundo piso-.

Un tanto avergonzado sigue su marcha, quiere volver lo más pronto a su guarida. Toca la puerta y una voz juvenil, casi adolescente le dice: siga. Abre la puerta y le recibe un jóven, la habitación posee grandes ventanas y una cortina cenicienta, parece iluminada por el sagrado corazón. La mirada del convaleciente se asemeja a la del niño dios, cabello rubio, liso, ojos profundamente azules, una sonrisa infantil y aquella dulce manera de saludar: hola. Eduardo sonríe y replica: hola. Ambos están en ese preciso instante en el que ninguno sabe como llegarle al otro. Hasta que el servidor de los ángeles nota el estuche de viola.

-¿tocas violín?-
-no es un violín, es una viola-
-¿cuál es la diferencia?
-el violín se queja, la viola llora-.

Se miran por un instante, reconociéndose, como primates.

-acércate-
-espero que llegue tu tía para comenzar con el servicio de los santos óleos-
-sólo quiero ver ese vestido, nunca lo he podido tocar ¿pesa?-
-No mucho-

Impresionado, ve como esas manos recorren su vestido, siente su respiración acelerada, es algo extraño, hace mucho nadie lo inspeccionaba. Para sus adentros piensa: "si él tiene derecho a seguir su curiosidad ¿por qué yo no?" pone sus grandes manos sobre el dorado cabello y lo acaricia. Ambos siguen ese instinto de reconocimiento, tocan las fosas de sus ojos, muy nerviosos acarician el contorno de sus rostros, pasan los pulgares por sus labios, recorren el largo de los cuellos. Eduardo pierde el control y pasa saliba, siendo evidente en la manzana de Adam.

-Sabes, desde que tengo esta enfermedad, todos se sienten con derecho a juzgarme, es como si fuese invisible, como si el amor dependiera de un estado de salud. Inclusive hay quienes creen que abrazarme es contagioso, lo doloroso no es tanto lo que tengo como sí lo que perdí. No hay mayor castigo que la distancia, no hay mayor maltrato que el abandono, ayúdame por favor-.

En ese momento Eduardo recordó que el amor lo cura todo, que nunca estamos solos, que inclusive en los momentos difíciles hay presencias sutiles que acompañan nuestras vidas. También recordó aquella frase que su preparador siempre le decía: "recuerden que el señor dio su vida por nosotros. Nos dio todo lo que tenía, por eso cuando alguien requiera de nuestra ayuda actúen como él, entréguense totalmente, sientan el amor de dios en su sangre y entréguenlo por completo. Recuerden aquello que dan, no lo dan ustedes, sino el de arriba".

-No te negaré nada- dijo el sacerdote.

Besó al jóven con mirada de Cristo. Cargado de amor puro, de compasión, de verdad, de ternura; aquellas palabras habían llegado a lo más profundo de este ser. Aquél besó lavó sus heridas, lo devolvió al vientre y recordó cada segundo de su vida, vio pasar miles de momentos y descubrió que ese néctar incondicional era lo que buscaba. Los labios duraron juntos, conociendo la resurrección, en entrega completa, entregando inclusive aquello que no se tiene. De testigos tenían el cielo y la tierra y supo Eduardo que había hecho bien, que logró llegar a ese lugar carente de amor. Por fin y completamente amado el enfermo ahora resucitado, dobló su nuca, lo miró con los ojos húmedos y dijo: gracias. El servidor de dios simplemente sonrió. El resucitado cerró los ojos y se dispuso a regresar a su hogar.

Habiendo cumplido su misión y con una sensación de éxtasis, sintiéndose tan liviano a pesar de la sotana dejó el lugar. Coincidió al salir con la mujer que le abrió, la cuál al descubrir que había partido el niño de sus ojos, se echó a llorar, clamaba ayuda a las enfermeras, pero ya no había nada que hacer, la oruga se había vuelto mariposa, lo que había en cama era sólo un cuerpo.



2 comentarios:

JP dijo...

Hermoso

Es la unica palabra que se me viene a la mente para describir este post.

Y me hiciste aguar el ojo...

El zorro del Principito. dijo...

Que bonito, me gustaron mucho los tres.