miércoles, 16 de abril de 2014

Simón y el más Allá

Cuando nos enviaban a dormir nuestros papás, ocurría lo más ansiado del día. Cerrábamos las cortinas y jugábamos a ser condes, ríos, nubes, carros y zapatos. Martín, Simón y yo, habíamos hecho de nuestro cuarto, una caverna para toda clase de rituales.

Martín siempre fue aventurero, lleno de imaginación y manipulador. A menudo sacábamos todos los juguetes de un cofre enorme y negro. Sus historias eran emocionantes, incluían sonido, traiciones, drama y comedia. Él siempre era el protagonista. Cuando yo no estaba de acuerdo con algo, encontraba la forma de hacerme sentir señalado por los personajes de la historia, yo no tenía otra alternativa más que ceder.

Simón era el perrito de la casa. Lo compraron cuando yo tenía nueve meses. En mis fotos de infancia es común ver a un cachorrito de labrador inquieto y alegre. Siempre fue el jinete, el dragón, el elefante, el monstruo mítico del lago, la bestia y el sendero de las maravillas. Creo que él entendía lo que hacíamos y me atrevería a decir que de los tres, era el mejor actor.

Martín fue creciendo sin que yo me diera cuenta. Le salieron pelos en el rostro y la voz se le volvió gruesa. A menudo hablaba con niñas y se echaba perfume sobre la chaqueta. Se dejó de bañar conmigo y procuraba tratarme con frialdad. No sé en qué momento el cuarto donde los tres jugábamos a ser el viento, se convirtió en un receptáculo de monólogos. Me aburría al ver los juguetes inanimados, sin voces de fondo, ni narradores. Comprendí que Martín había abandonado nuestro pequeño universo llamado niñez.

No podía rendirme y sumirme en conversaciones solitarias con las flores de mamá. Pensé qué jugar, miré a mi alrededor y tuve un resplandor: Simón estaba jalando un mantel con energía, a punto de romper la vajilla de Bohemia. Como resultado subsistieron únicamente dos platos y al contrario de lo que haría normalmente, me reí y le ayude a ocultar su crimen en el patio de la casa.

Simón y yo pasábamos las tardes. Éramos dragones, jinetes, princesas, divas de telenovela, nubes y pájaros. A menudo lo disfrazaba de los personajes más graciosos, él nunca se oponía. Caminábamos largos prados, me despertaba los sábados y me escuchaba atento aunque responder siempre le fue difícil.

En una ocasión mientras jugábamos a ser mercaderes persas, nos aplicamos uno de los perfumes de Martín hasta acabarlo. Simón y yo no sospechamos que él llegaría corriendo, notaría el aroma y nos miraría con ojos asesinos. Lo que seguía era predecible, me golpearía de alguna forma cruel y despiadada. Le eché toda la culpa a Simón. Martín lo cogió de la espalda y sin compasión lo encerró toda la tarde en la cocina. Nunca me sentí tan culpable.

Un día después le pedí disculpas a Simón, se veía cansado y decepcionado. No pude evitar sentir que se me humedecían los ojos. Le prometí que nunca volvería a suceder, lo abracé y le compré un helado de limón. No sólo era mi amigo, ahora era mi hermano. 

Pronto su corazón olvidó mi traición, siguió jugando conmigo y me enseñó el extenso significado de la palabra lealtad. Las tardes parecían interminables y yo estaba seguro que cuando creciera sería como Simón: cuadrúpedo y de alma grande.

Una mañana su hocico no me despertó, alterado fui a buscarlo a su casita. Intenté despertarlo, con insistencia, una y otra vez. Parecía haberse sumido en un sueño tan profundo que ni siquiera mi voz, ni mis gritos, ni mis lágrimas lo harían volver. Me había quedado solo en ese pequeño mundo llamado niñez, sin cómplices, sin caballos, sin dragones, sin bestias, sin amigos. Esa mañana comprendí el significado de la expresión"más allá".

2 comentarios:

Vía Morouzos dijo...

Oh, Vicky! Me hiciste evocar a Nina... "Mi Simón" (: Abrazos!

aristos dijo...

Preciosa historia. Eres afortunado por haber compartido niñez y juegos con Simón: te envidio