viernes, 24 de abril de 2020

Se Marcha un Monje en Primavera

Nuevamente el médico de la aldea corría la sotana delicadamente y ponía el fonendo sobre el pecho, mientras los folículos se excitaban a su alrededor formando un círculo y levantaban los cabellos oscuros, presos del frío metálico. En medio de las virutas azules del incienso y bajo mirada atenta del gato, repetía que no era clara la taquicardia pues no había irregularidades, problemas de colesterol o problemas de saturación. El director de la comunidad miró hacia un lado, le pagó, le dio las gracias y lo despachó. 

En el templo lo tomaron como una simple enfermedad, hasta que los estudiantes que dormían a su lado se quejaron de que en las madrugadas se despertaban oyéndolo revolcándose en su cama, intentando despertarse. El supervisor lo citó en un salón de madera, en el que el viento esparcía el aroma dulce de la madera añeja de los pilares. Lo reprendió, como quién no quiere la cosa y cuando sintió el aroma a berenjenas, cerró sus ojos y se marchó. Tenía mucha hambre y nunca fue su costumbre privilegiar algo por encima de la hora del almuerzo. Sólo los mayores saben que ya iniciando sus estudios, se levantaba de las meditaciones buscando en la cocina los tallarines que vibraban al son de la música del agua ebullendo. No importaba cómo lo castigaran, su cuerpo se movía con parsimonia y suavidad hacia la cocina, como el agua hacia el cauce. Y tal vez por eso se hizo supervisor: Se sabía de memoria todas las penitencias, todos las reprensiones, todas las formas de maltrato, todos los escondites que un novicio podía buscar. Sólo perdonaba una cosa: La gula.

Los problemas persistieron y tras las quejas, algunos maestros le reclamaban directamente. El gato que era el más nervioso, en lo profundo de la madrugada, solía quedarse mirándolo fijamente como los monjes cuando meditan mirando la pared. La poca luz de las estrellas, modeladaba los plieges de sus sábanas que se movían de lado a lado. Parecía en un manicomio, se abrazaba a si mismo con fuerza, cerraba los ojos, cambiaba de lado y se levantaba con la frente llena de gotas. Era totalmente desafortunado considerando su buen desempeño. Cuando llegó al templo, tras atravesar las puertas de metal, el director supo de inmediato que se convertiría en su reemplazo. Una pequeña joroba, una cajita de libros y el indiscutible olfato del gato para las personas, lo convencieron de que era un monje apropiado.

Las clases para el novato transcurrieron regularmente, de salón en salón, llenándose de teología, de técnicas, de idiomas que no eran vernaculares, de teorías de la creación del universo, de libros con olor a siglo antepasado, de medicinas olvidadas, de demandantes lecciones sobre el alma y el cuerpo. Sus síntomas comenzaron momentáneamente, de un día para otro, sin dar mayor explicación. Los primeros días, pensó que se iba a infartar. Luego, comenzó a entender que era un mal crónico. Si unos sufren de amor, otros sufren de diabetes mientras a él, le faltaba dormir o soñar.

Uno de sus vecinos de sueño, venía de una provincia vecina y estaba al borde del colapso por la situación. Frente a la que para él, era una inoperancia de la comunidad, se retiró unos días a su casa en las montañas. Era grande, de madera y con patios interminables en forma hexagonal. Al final del pasillo, ante la mirada sorprendida de su padre, le comentó que llevaba meses sin dormir. Y la respuesta del general, no podía ser otra más que una amenaza de destrucción: "Si en 8 días, no logran hacer que todos los monjes duerman, quemamos el templo".

La paz de los patios se lleno del sonido estruendoso de los soldados que a menudo hacían bromas sobre la fisionomía de los monjes. Caída la noche, algunos de ellos seducían a las cocineras, mientras otros, esperaban de pie en los cuartos comunes y se percataban de cualquier diferencia en la posición de los monjes. Al pobre novicio, nadie lo habría descubierto, de no ser porque el gato, extrañando ver el espectáculo de contrastes, se le aproximó lentamente y maulló. A pesar de su quietud, sus ciclos respiratorios y la vibración de los pliegues de sus sábanas lo delataban, no estaba durmiendo.

Un director es un director, se dijo a sí mismo el anciano monje mientras se rasuraba. Se sentó en el suelo y le dijo al que pudo haber sido su sucesor: "Hice todo lo posible. Eres tú o el templo". 

Antes del alba, el gato serpenteó entre los pilares del patio y miró fijamente a la encargada de las ceremonias, darle una tablita con unos símbolos ilegibles. No hubo música, tampoco cartas de despedida. Sencillamente se abrieron las puertas, que cientos de viajeros, invasores, monjes, carteros, políticos de turno, científicos decepcionados, militares retirados, amas de casa sin hijos, viudos, navegantes cansados y examantes habían cruzado. Se cerró lentamente detrás de él.

Una pequeña lágrima corrió por su mejilla, no hacían falta más. Y se enfrentó a las inmensas montañas azules de primavera, a la incertidumbre de no tener destino. El camino a casa era tan largo, que tras pasar algunas aldeas donde le ofrecieron tallarines empapados en sopas vegetales, el cielo se oscureció. Y durmió profundamente, su corazón no palpitaba agitado.


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