Una de mis jefes me comentaba que uno elige la carrera y a uno el trabajo le toca. Tenía razón. Para las personas que le damos muchas vueltas a la misma pregunta, a menudo tomar el camino indicado no es sencillo. Más cuando tengo dos hermanos que se la jugaron por sus pasiones: Uno de ellos es piloto y el otro es artista. Apenas me gradué, envié tres aplicaciones: Biología a Los Andes, ecología a la Javeriana y Arte a la Nacional. Mi Internet andaba fallando y luego me enteré que nunca llegó mi aplicación a biología, en ecología apliqué tarde y en arte una protesta malogró mis planes. El siguiente semestre, envié mi aplicación a ingeniería ambiental y aquí estoy, soy ingeniero aunque nunca me propuse serlo.
Desde el principio noté que en el voluminoso edificio Mario Laserna, me pasaba día y noche estudiando, sin hacer mucha vida social, con compañeros con una visión del mundo algo distinta. Nunca me sentí plenamente ingeniero a pesar de que destaqué por encima de otros, a pesar de mi salud mental. Sólo al final, cuando las materias cobraron un sentido de mayor colegaje, me sentí atraído hacia la toxicología y las sustancias tóxicas. Y de alguna manera trabajé en su detección. Hoy pienso que perdí mucho tiempo, que en vez de sufrir tanto, habría podido curiosear en algo que me llenara el corazón pero el costo de la matrícula me aterraba y terminé graduándome en un país donde todo es incierto.
Luego de meses de desempleo, pasé a trabajar en salud, seguridad y ambiente con chinos de una multinacional que poco o nada le interesaba el tema. No era feliz. Y finalmente, pasé a un trabajo con el estado, debo confesarlo, gracias a una exnovia de mi hermano. El trabajo era básicamente responder oficios y hacer todas las cosas administrativas que al resto del equipo no se le antojaban. Hice más, me frustraba quedarme en eso. Fundé una red de laboratorios ambiental en Colombia, participé en una política nacional de laboratorios, colaboré con la comunicación interinstitucional de aguas de lastre y con el tiempo, me volvieron auditor. Allí debí resistirme a la corrupción y sin ser un santo, me gané toda clase de enemigos, bajo todas las formas de poder. Recuerdo que llegué a Medellín a auditar y el dueño me dijo: "yo ya hablé con el coordinador y soy amigo del senador Pepito de los Palotes". Se molestó cuando me sostuve en exigirle que calibrara sus equipos. De esa experiencia, sólo recuerdo con cariño los microscopios y las algas que estaban siendo contadas.
Yo tenía la creencia que a medida que uno iba derrotando sus demonios, la vida se hacía más sencilla. Vine a Alemania y me encontré con una vida chaplinesca. Y luego una tormenta, luego, una pandemia, luego el desempleo, después un semestre virtual y el espacio aéreo cerrado.
Entonces vale recapitular ¿es este mi camino? De niño, a diferencia del adolescente que fui, amaba jugar y divertirme. No hacía mis tareas. Me gustaba caminar por la hierba, reunirme con mis amigos y pensar que la vida no necesitaba mayor preocupación. El tiempo se me pasaba rápido y ya era de noche cuando terminaba. Quizás sea ése el problema: Que sigo creyendo que hay alguna actividad, una forma de vida que se parezca a jugar y que no signifique otra cosa para mí más que diversión. En eso admiro a los actores o a los cantantes. Sus vidas no transcurren frente a un computador. Su profesión ocurre en la voz, en el cuerpo y en el mejor de los casos en el alma.
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