Cuando era niño, recuerdo me defendías de mi otro hermano. Sabía que no podría transgredirme, si tú estabas ahí. Comencé a vincularte como una figura que brindaba seguridad. Eras (y aún lo eres) callado, reservado y dócil.
Contabas (y cuentas) con una inteligencia para la tecnología. Se trataba de una especie de don mental que te permitía a la edad de 12 años jugar con circuitos, me enseñaste qué era una fotocelda.
A los 16 años decidiste ser piloto. Hiciste todo los trámites por tu propia cuenta y no pasaste ¿cómo ibas a pasar si aún te faltaban algunos conocimientos matemáticos? Luego intentaste en la Armada, tampoco se pudo, después intentaste de nuevo tener alas: lo lograste.
Cuando te fuiste tus ojos estaban aguados y mi alma rota. Fue la primera vez en mi vida que tuve una depresión. Duré varios meses extrañándote. Y ahora lo entiendo, a tu lado sentía una calma que sólo surge con algunas personas: sentía que nada malo podía ocurrir.
Superé la depresión, acepté tu ausencia, inclusive tuvimos discusiones, volvimos a hablar. Dentro de poco te vuelves a ir, un sentimiento similar al que dejaste la primera vez que te fuiste surge. Te admiro desde el fondo de mi corazón, porque eres inteligente, porque eres de buen corazón, porque eres persistente y porque logras tus sueños. Tienes todas las características que me hubiera gustado tener... Excepto quizás, tu incapacidad para manifestar lo que sientes.
Siempre que te marchas, un sentimiento me embarga. Quisiera adoptar cosas de ti, siento una ausencia descontrolada en el plexo solar. A veces creo que es un trauma que viene de otras vidas, es una sensación de desarraigo muy intensa.
Te quiero y te admiro. Todo lo que tienes, el empleo maravilloso, la pareja que te ama, el apartamento que acabas de comprar, todo, todo, todo, te lo mereces. Llegarás lejos, de eso no cabe la menor duda. Fuiste como un segundo papá.
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