La muerte y la tragedia motivan los actos de amor más grandes. La simbiosis entre lo que nos hará falta y lo que apreciamos, dilata las fibras más profundas del corazón y permite dejar una huella grabada en el alba. Si alguien desea consumarse hasta el último átomo, debe enfrentarse ante el miedo de la desaparición.
Las enfermedades terminales y los amantes parecen relojes que corren contra el tiempo. El viento y los vendavales se quedan cortos en velocidad. Cada segundo, cada minuto, cada instante lo guardan con precisión milimétrica para contemplarlo como el retrato perfecto. Son víctimas de una extraña perfección súbita y efímera.
Antes de la tumba, intuyen la distancia que los sentidos han impuesto a la criatura más frágil de todas: el humano. Se besan y hacen el amor hasta que la madrugada contonea sus caderas azules. Viajan a la selva, nadan por los mares y las dudas desaparecen. Tienen tiempo para perderlo en lo único que hace ganar: lo que se desea.
La muerte asesina los interrogantes y alienta a los sueños. Estimula valientes en los cobardes, despierta pasión en los polos y fertilidad en los desiertos. La posibilidad de la desintegración nos somete a unir todas las piezas que dejamos botadas a lo largo de la vida.
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